Escritos

I

***He leído numerosos libros de filosofía y mitología. Cada uno prometía, en sus primeras páginas, algún tipo de verdad, una llave que abriría el significado del mundo. Pero, tras leerlos, no hallé certeza, sino vértigo. Me sentí perdido, perdido de un modo que no es simple confusión, sino un descenso silencioso al centro del alma, donde las voces no se distinguen y el eco de uno mismo se vuelve insoportable.

Esa perdición tuvo consecuencias. No teóricas. REALES. Concretas. Y, sí, en cierto modo, desastrosas.

Goethe escribió que el Señor Doctor Fausto, sabio, teólogo, hombre de letras, se encuentra con Mefistófeles, recibe una llave. Una llave silenciosa, aparentemente inofensiva. Pero no abre bibliotecas. No da acceso a premios ni a cátedras. Esa llave lleva a las “Madres”.

¿Y quiénes son las Madres? Son el núcleo mismo de lo irrepresentable. Son lo que está antes del lenguaje, del juicio, de la moral. Quien desciende hasta ellas pierde primero el yo. Luego, la voluntad. Y, al final, la razón misma. Lo digo por experiencia propia.

La cabeza, vacía como cráneo de mártir abandonado, comienza a llenarse. Pero no con ideas, pues sería demasiado racional!… sino con experiencias, visiones descompuestas, símbolos sin gramática que arden como fiebre.

Ya no razonas: RESPIRAS UNA SOMBRA!

Y de pronto, desde lo más profundo de ese pozo, una pregunta se eleva como humo negro de incienso profanado. No grita, no exige, no consuela. Solo roza el alma con una ironía devastadora:

¿Qué demonio me ha poseído… y por qué lo he dejado entrar con tanta cortesía?

Traté de preguntarme, con voz temblorosa, como quien aún cree tener derecho a la respuesta: ¿Por qué yo? ¿Por qué solo yo? Pero esa pregunta no se formula con inocencia. Tiene veneno en la lengua. Porque quien se la hace, ya ha comenzado a pactar con el abismo.

No me quedó otra opción. Me sumergí de nuevo. Sí, voluntariamente. Nadie me empujó. No hubo voces celestiales. Solo una voluntad absurda de comprender lo incomprensible. Un orgullo miserable, disfrazado de búsqueda espiritual.

Y ahí estaba él, por supuesto. El gran Mefistófeles. Elegante. Irónico. Fatigado de ver tantos rostros humanos repetir el mismo teatro. Sin decir palabra me guió, como si yo ya supiera el camino, hacia la cueva.

La Cueva! No una cueva cualquiera, sino el vientre dónde duerme la Bestia.

Allí no hay luz. Ni tiempo. Solo una respiración húmeda, paredes vivas… y una presencia. Un algo. Un alguien. Una bestia que no se ve, pero que sabe que has llegado.

Y entonces, en ese instante ridículo y sagrado, entendí: No descendí para buscar respuestas. Descendí porque ya era parte del infierno.

Traté de redactar esta introducción con el objetivo de expresar mi experiencia durante mi viaje por el averno, cabe recalcar que sus redacciones son una simple imaginación de la mente. Ser libre no es bueno al estar frente a lobos vestidos de corderos.

MEFISTÓFELES: Te alabo ahora, antes de que te separes de mí.

Veo que conoces bien al diablo. Toma esta llave.

FAUSTO: ¡Qué pequeñez!

MEFISTÓFELES: ¡Tómala y no la tengas en poco!

FAUSTO: ¡Crece en mi mano, resplandece, destella!

MEFISTÓFELES: ¿Notas ya cuánto posees al tenerla? La llave te ayudará a intuir cuál es el camino adecuado. Síguela en tu descenso, te llevará hasta las Madres.

I. EL MEME

En una conferencia cualquiera, bajo la luz artificial que nunca logra iluminar lo esencial, hablé con un diplomático. Uno de esos que presumen su título de tercer nivel como si la sabiduría pudiera medirse en pergaminos colgados en la pared. Hablé con él como si no me importara, pero me importaba. Porque cada palabra suya era una piedra, y cada una de las mías un intento por no derrumbarme. Logró burlarse de mi claro está!

Tengo Facebook. Tengo Instagram. No porque los quiera, sino porque me sostienen. Me dan una ilusión de pertenencia, un murmullo diario que me dice que no estoy solo, aunque esté solo, totalmente SOLO. Y fue allí donde lo vi. El meme. Esa pequeña venganza en forma de imagen. No dijo nada de frente, claro que no. Los cobardes no alzan la voz, lanzan piedras desde la sombra.

No contesté. No lo enfrenté. Aunque por dentro algo ardía, algo retorcido y febril me suplicaba que lo hiciera. Pero me quedé inmóvil, como un condenado que ha aprendido a morderse la lengua antes que al prójimo. Elegí el silencio, sí, pero no uno noble. Fue un silencio denso, con olor a resentimiento, lleno de palabras no dichas que me gritaban por dentro. Era un juicio, un tribunal secreto en el fondo de mi pecho, donde yo era el único testigo y el único acusado

Y ahora me encuentro escribiendo. No por valentía, ni por redención. Tal vez por debilidad. Tal vez porque este peso, este veneno mudo necesita salir de algún modo. Tal vez porque escribir es la única forma de no ahogarme en mí mismo. ¿Si o no?

Ese silencio me enfermó por dentro. Me dio gastritis y una úlcera que se extendió no solo en mi cuerpo, sino en todo mi estado de ánimo, en todo lo que llamamos vida. Los memes, que surgieron por cómo hablaba (como una vaca, decían) se esparcieron rápido por las redes sociales.

A veces pienso que las redes son como los chismosos del mundo moderno. Y no cualquier chismoso, sino los peores, los que no se conforman con contar el rumor, sino que lo multiplican, lo deforman y lo usan para HERIR.

Intenté hablar, intenté explicar que no estaba de acuerdo con esa injusticia, con esa forma mezquina de herir sin razón. Pero no sirvió de nada. Y entonces, sucedió algo inesperado: tuve otro meme. Sí, otro más, y creo que este fue el más gracioso de todos. Alcanzó 100 mil vistas, mientras que el primero llegó a 98 mil. Imagínate eso, tener un meme que se esparce como semilla por todo el ambiente, por toda la comunidad, y luego sentir una especie de lástima por algún prejuicio que uno mismo no puede controlar.

Tuve un sueño, uno extraño, en el que yo era quien creaba memes. En ese sueño, lo difundía por TikTok. Es curioso porque en la vida real no tengo TikTok, nunca lo he tenido. Y sin embargo, en el sueño, ahí estaba yo, dominando esa plataforma, propagando ese contenido. Es raro, pero no tan raro. Tal vez es la manera en que la mente intenta dar sentido a lo absurdo que vivimos.

El cuchicheo de la gente al verme reducido a un meme era como una convulsión burlona, un acto de violencia disfrazado de risa. Como si el dolor ajeno fuera solo un espectáculo para entretenerse y herir sin remordimiento. A veces pienso en esa gente, y en esos momentos siento el impulso urgente de levantar la voz, de romper el silencio que me oprime. Pero sé, con amarga certeza, que es una batalla perdida. Hay momentos en que callar no es sumisión, sino un acto de resistencia.

Mefisto me dijo una vez: “El que ríe al último, ríe mejor”. La verdad es que no fué él sino una propaganda de lentejas del super; Pues yo creo que soy ese que nunca ríe, atrapado en una culpa que se disfraza de pecado. Ese meme, extendido por toda la red social, dejó mi dignidad esparcida por las calles de la ciudad, como un anónimo sin rostro, un bastardo hecho ideal.

Seguiré adelante, atravesando la siguiente puerta, tal vez igual a la anterior, pero ¿qué importa? Ya poco me importa!… Solo confío en la ciencia, señores, esa única luz que me guía en este laberinto oscuro, donde el alma se debate entre el abismo y la nada.

II. LA BURLA

Cuando recorrí el parque de mi pueblo, me encontré con un personaje peculiar. No era un anciano sabio ni un niño prodigio, sino un perro. Un canino que merecía atención, aunque lloriqueaba sin mayor argumento. O quizá, precisamente por eso. No lo sé, pero no tenia amigos, al igual que yo!

Me asemejé a él. No por desprecio hacia los animales, sino porque, de algún modo, me parezco a él. Lloraba cuando era niño. No por un objetivo específico, sino porque las emociones, cuando no se dicen, buscan salida por las lágrimas. No era estrategia. Era humanidad. Y, para ser sincero, aún lo es.

Entonces, como si el pasado tuviese la insolencia de presentarse sin ser invitado, recordé al diplomático. Ese sujeto elegante, incapaz de cometer un error de etiqueta, pero muy capaz de burlarse de mí con precisión quirúrgica. ¿Qué más da? Quizá tenía razón. Quizá yo era esa figura ridícula que lloraba por existir. (Me reí al resonar la palabra llorar jaja ).

Ahora bien, volviendo al paseo, después de cruzarme con aquel perro que me miró como si ya supiera todo de mí, decidí seguir. Y fue entonces cuando, como una broma divina de mal gusto, descubrí nuevos memes de mí flotando en la red. Esta vez, con filtro de cachorro. Sí, un filtro de cachorro de TikTok. Valgame! No me enojé. En lugar de eso, bajé la cabeza. Como el perro. Qué coincidencia, ¿no? O mejor dicho: qué metáfora más burda pero perfecta, Dios mio!.

Porque, si lo piensas bien, incluso cuando logras justificar una falta de la cual no eres culpable, de igual forma pierdes. Pierdes porque, en esta lógica absurda, no importa la verdad, sino el espectáculo!. Y si te ven gimiendo como un perro, entonces eso eres: un perro. Aunque tengas un doctorado en dignidad, una enciclopedia en la mano.

El punto es sencillo:

Si en el mundo actual no ladras con suficiente fuerza, no te escuchan. Y si ladras demasiado, te cancelan. Así que mejor bajar la cabeza. O, por lo menos, actuar como que no has visto nada.